Ana Obregón, Frankenstein o los límites de la ciencia

La velocidad imparable con la que la ciencia empuja sus límites nos sitúa a menudo ante situaciones que ni siquiera éramos capaces de soñar hace unas décadas. Un simple vistazo a las noticias de los últimos meses arroja titulares como este: “Usar mujeres con muerte cerebral para la gestación subrogada: la polémica publicación que obligó a rectificar al Colegio Médico Colombiano”. O como este: “Massachusetts propone reducir la condena a presos que donen un riñón, parte del hígado o médula ósea”. El más reciente de todos es de esta misma semana: “Ana Obregón, madre de una niña por vientre de alquiler a los 68 años”. Una última actualización completa esta información: la recién nacida es en realidad su nieta y el padre biológico, su hijo fallecido, cuyo semen fue retirado y conservado cuando comenzó el tratamiento contra el cáncer.

Leerlos juntos causa estupor y en la mayoría de los casos las reacciones han sido contundentes en su rechazo. Sin embargo, la realidad de los hechos avanza tan impasible como la ciencia y en todos ellos sobrevuelan una pregunta, ¿cómo es posible que esto esté sucediendo?, y la que parece su única respuesta: precisamente por eso, porque es posible. Las posibilidades de la ciencia dejan de ser meros caminos abiertos a la exploración y el debate para convertirse en una justificación en sí misma para su aplicación: “Lo hago porque puedo, porque la ciencia me lo permite”, en su versión más sofisticada y feroz.

Ese planteamiento nos despoja del principal elemento de referencia para relacionarnos en sociedad, la ética, y sirve de preámbulo del siguiente paso lógico en la secuencia, el anverso de la misma moneda: “Lo hago porque puedo, porque mi dinero me lo permite”. El desacople entre el desarrollo científico y la reflexión sobre su posible impacto en la dignidad humana es abono para las dinámicas de un mercado que todo lo compra, todo lo vende y todo lo absorbe.

Ningún avance o cambio significativo es democrático en sus efectos: cada vez que abrimos un mercado estamos obligando a los pobres a entrar en él. Quienes se benefician de ello lo saben, como saben que nunca serán víctimas de las prácticas que legitiman con su discurso y su comportamiento, pues están al otro lado de la línea vital, ahí donde nadie se ve obligado a negociar con sus circunstancias materiales. Los derechos ajenos quedan subordinados a los deseos de quienes pueden imponer su voluntad, en una espiral que termina por envilecernos como sociedad.

Casi todos los escenarios en los que se produce un dilema bioético como los que se mencionan al inicio repiten ciertos patrones que deberían alertarnos sobre los riesgos de entregarse a una ciencia amoral. Los mal denominados “vientres de alquiler” –habría que hablar de alquiler de mujeres gestantes o, en todo caso, de alquiler de vientres, pues el arriendo no es una cualidad de unos úteros frente a otros sino una acción que se ejerce sobre ellos y contra ellos– suponen la expresión más brutal de la combinación entre capitalismo y ciencia.

Lo contiene todo: una técnica capaz de manipular el nacimiento de una vida humana y el cruce simultáneo de los ejes de vulnerabilidad que nos atraviesan: la pobreza, el género y, en muchas ocasiones, el país de procedencia. Todo ello desemboca en un complejo entramado internacional en el que las leyes nacionales resultan a menudo impotentes, incluso cuando son claras y tajantes en sus prohibiciones, como ocurre en la española.

“Me arrepentí de entregar al bebé y pasaron de decirme que todo era perfectamente legal a amenazarme con meterme en la cárcel”, relata una mujer mexicana a EL PAÍS sobre su experiencia como gestante para una pareja gay estadounidense. Todavía tiene pesadillas.

Es evidente que esta y otras prácticas repiten patrones de explotación inaceptables en una comunidad comprometida con los derechos humanos, del mismo modo que hay toda una serie de argumentos falaces que se repiten cada vez que surge un debate de las características del generado por Ana Obregón, especialmente cuando interviene la cuestión de género. Y casi todos tienen que ver con el foco de la atención.

Hay una fijación recalcitrante en lo anecdótico frente a lo sistémico. En todas las conversaciones surgen ejemplos apenas presentes en la realidad que sin embargo dominan con frecuencia el debate general sobre el asunto: ¿Y si fuera tu hermana la que te pidiera que gestaras por ella? ¿Y si tienes una vida acomodada económicamente y aun así quieres hacerlo? ¿Y si…? Esquivamos los casos más incómodos, a pesar de su abrumadora presencia en la realidad, para hablar de aquellos otros, mucho más irrelevantes, que nos sitúan en un gris más confortable intelectualmente: se mantiene la respetabilidad de rechazar los casos más inaceptables sin la exigencia moral y política que entrañaría la repulsión total.

En la misma línea, resulta agotador observar el empeño por encuadrar el debate en una cuestión de oferta y no de demanda, como si la causa o el origen de estas prácticas fuera la existencia de mujeres pobres dispuestas a vender su cuerpo y no la existencia de personas ricas dispuestas a comprarlo. El tiempo que empleamos en desmontar las trampas presentes incluso en los casos aparentemente más puros nos desvían del núcleo del problema. ¿Aceptamos que todo es susceptible de ser comprado y vendido? ¿Creemos que las preferencias individuales pueden convertirse en derechos mediante pago? ¿Se puede desligar el principio de dignidad humana de los cuerpos que la sostienen y la concretan? ¿Estamos dispuestos a llevar la ciencia a tales extremos que nos planteen dilemas irresolubles sin llevarnos por delante personas o principios?

Cuando el periódico citado visitó la biblioteca personal de Elvira Lindo y le preguntó por su libro imprescindible, esta eligió hablar de Frankenstein, de la británica Mary Shelley. “Fue una visionaria en cuanto a la idea de que la ciencia tiene que tener sus límites. Que una persona de 17 años pudiera imaginarse eso me parece asombroso”, se justificó. Shelley nos dejó una importante lección: en cualquier siglo y escenario, los límites de la ciencia son los de la ética. Todo lo demás produce monstruos.

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