La libertad es no tener hambre

Las palabras pesan. Van ganando densidad con cada repetición y a veces pareciera que una puede verlas flotando en el aire, casi tocarlas con las manos. El lenguaje hace aflorar la verdad sobre las cosas, pero hoy ese pacto se ha resquebrajado y la realidad ya no se reconoce en los nombres que la nombran; se desliza entre las grietas. Las palabras se han deformado hasta tal punto que han dejado de tener sentido y de dárselo a los hechos.

No es una cuestión banal. Cuando se define tan pobremente la realidad, se pierde el control sobre ella. Ha ocurrido ya con muchas palabras antes, pero nunca de una forma tan clara y burda como con la palabra libertad; un vocablo del que se conserva su potencial movilizador, pero al que se ha despojado de su carga histórica y política. El ruido viene de lejos. En nombre de la libertad se ha defendido una fiscalidad regresiva e injusta (además de contraria al mandato constitucional); el veto parental dentro de la educación pública; el alquiler de mujeres gestantes; el odio hacia los colectivos minoritarios; y ahora, también, la protesta hacia un gobierno del que no molesta su gestión, sino su mera existencia, pues quienes la respaldan niegan la legitimidad de la voluntad expresada en las urnas. Las concentraciones de la ultraderecha de estos días no manifiestan ningún anhelo de libertad, pues nadie se la ha arrebatado; ni tampoco reivindican ningún derecho históricamente negado, pues nada puede reivindicar el que lo ha tenido todo siempre, incluso aquello que no le pertenece. Se trata, simple y llanamente, de recuperar un poder del que se consideran herederos naturales y únicos, aunque sea al precio de poner en riesgo a todos los demás.

Todo esto es evidente y, sin embargo, parece necesario señalarlo. Porque no podemos seguir renunciando a las palabras, ni repetir –aunque sea entrecomilladas– las falacias de quienes esconden tras palabras limpias un proyecto político inhumano. La libertad es uno de los pilares sobre los que hemos construido nuestra democracia, forma parte esencial –como el vocablo que la nombra– de un pacto social que es y debe ser de todos, por lo que conviene reconocer una misma realidad bajo su nombre y, sobre todo, invocarla cuando esa realidad reclame verdaderamente su presencia.

La triada republicana «libertad, igualdad, solidaridad» no es una simple yuxtaposición de principios independientes: nos advierte precisamente de la necesidad de reunir a las tres para que cualquiera de ellas pueda materializarse. Solidaridad para ser iguales; igualdad para ser libres. A ese respecto, la noticia que estos días debería llenar los titulares con la palabra libertad (a pesar de que parece despertar mucho menos interés) es, en tal caso, la aprobación del ingreso mínimo vital (IMV); pues es una medida que sí persigue liberar a quienes la reciben de la tiranía que supone no contar con las condiciones materiales para vivir dignamente.

Del mismo modo que hemos clasificado los trabajos en esenciales y no esenciales, es urgente comprender que, por cada uno de los primeros, hay una necesidad básica que requiere ser cubierta de forma universal y definitiva. Las hileras de coches desfilando por las avenidas contrastan con las colas cada vez más largas de personas que esperan recibir el plato caliente del día; y la libertad –por ausente– tiene mucho más que ver con este escenario que con el espectáculo de bocinas y banderas.

Sin embargo, y sin ánimo de aguar una fiesta que todavía no ha empezado, el ingreso mínimo vital no es suficiente, aunque puede ser un buen comienzo. Dado el contexto, y con la libertad como marco, parece un buen momento para reflexionar sobre ello. Los problemas que suscitan los subsidios condicionados han sido ya ampliamente estudiados: la trampa de la pobreza (el miedo a aceptar un trabajo precario y mal pagado ante el riesgo de perder una prestación de la que se depende para vivir), la estigmatización social, el desconocimiento de parte de sus potenciales beneficiarios, los costes burocráticos, la obligación de demostrar constantemente tu condición de pobre, el paternalismo, etc.

Estos problemas se desvanecen cuando se establece una renta básica universal (RBU) como un derecho permanente e inalienable. El esfuerzo cuantitativo es un poco mayor, pero el cambio cualitativo es abismal. El perceptor dejaría de ser un suplicante del Estado para ser un ciudadano pleno, pues todos la recibirían; se eliminaría la trampa de la pobreza, pues el carácter incondicional de la RBU borraría el miedo a la hora de tomar decisiones laborales; y también desaparecerían la estigmatización y los costes burocráticos derivados de tener que decidir quién es merecedor de tal o cual prestación. Aumentaría pues la seguridad vital en contextos de incertidumbre económica como el actual y se fortalecerían los vínculos comunitarios en una sociedad desgarrada por las desigualdades.

No es, a pesar de lo expuesto, ninguna panacea. Para explotar todo su potencial debe ir acompañada de otras muchas medidas que la refuercen y remen en la misma dirección; pero los fundamentos sobre los que se construye son sólidos y su valor emancipatorio es innegable. Los experimentos llevados a cabo en diversas partes del mundo así lo demuestran y ha llegado la hora de darle una oportunidad también aquí. Es urgente organizar un nuevo sistema de redistribución estructural, no solo coyuntural, y eso es precisamente lo que ofrece la RBU frente a otras prestaciones como el IMV. Al fin y al cabo, su carácter monetario no la aleja de otros derechos universales socialmente aceptados, como la educación y la sanidad, que hoy nos parecen ya insustituibles. Puede ser una medida ambiciosa, pero en estos días de grandes palabras, no cabe por menos que estar a la altura de lo que se nombra. Para la libertad de todos y para siempre, Renta Básica Universal.

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